Ya murió. Ya no está. Ya se fue de esta vida el Macho Camacho.
La muerte fue una estampida que lo alcanzó, inesperada. No la vio llegar. Ni siquiera oyó el ruido de la pólvora encendida que precedió al silencio sin final.
Se acabaron para siempre sus actitudes excéntricas porque no hay hombre, por fuerte o por poderoso que sea, que resista el daño de una bala bien puesta. Mal puesta, claro.
Era un personaje colorido y extraño, fuera de molde, querido por la mayoría de quienes lo conocimos. Querido y querible. Su oficio fue la notoriedad y se dedicó además al boxeo. El Macho no se parecía a nadie y su trato fácil y lisonjero obligaba habitualmente a sus interlocutores a preguntarse de dónde sacaba tanta alegría. Se vio envuelto en demasiados incidentes como para ocultar que su conducta fue muchas veces reprochable. Su andar por este mundo no transcurrió ni tranquilo ni con moderación, sino todo lo contrario. Nunca pidió permiso para nada y creo que tampoco pidió perdones.
La tarde del martes pasado una emboscada sin nombre en las calles de Bayamón, donde había nacido, lo fusiló de bala y le arrancó la conciencia de este mundo al personaje que de tan vivo parecía inmorible, o entregado al movimiento perpetuo. Todo él había sido por siempre un torbellino, y cuando las primeras imágenes de televisión llegadas de la isla lo mostraron en esa camilla final, extrañamente inmóvil, nos resultó irreconocible. Todo menos eso que veíamos –un espectro, lo que quedaba de él– había sido Héctor Camacho a lo largo de sus cincuenta años de vida.
Es ahora una leyenda inerte, desarrapado de calor su cuerpo y borrada con sangre su sonrisa contagiosa, nos deja prematuramente el payaso entrañable, el loco, el hablantín. Es silencio y eternidad el Macho. Ni siquiera sabemos qué le pasó, apenas suposiciones que intentan explicar la tragedia de la ocre tarde de San Juan. Son muy pocas noticias para tanta sed de saber por qué. Una multitud impávida y aún incrédula se agita en las redes para decir que lo quiere, o que lo quería, y que no lo olvidará. Lo llora Puerto Rico con lágrimas de piadosa mortaja para el que se va, y lo llora el mundo del boxeo, comprendiendo que no habrá ya ninguno de sus arrebatos demoledores que lo devuelva al centro del ring, a lo que le era esencial.
Fue un loco genial pero fue también un gran atleta que sus excesos no pudieron eclipsar. Debutó a los dieciocho, peleó treinta años, estuvo activo hasta hace dos. Murió a los cincuenta.
Hace tiempo hablamos en Nueva York y me dijo que tenía guardados cuatro millones de dólares. Escondidos secretamente. Intocables. ‘Algunos se creen que soy un idiota –me explicó—y que me voy a quedar en la miseria, como le ha sucedido a muchos boxeadores, pero esa plata la tengo ahorrada y no la toco. Es para mi vejez’.
Ya no le hace falta, porque la vida no es como la planeamos sino que nos lleva caprichosamente de la mano. La turbulenta existencia del Macho, sus repetidas transgresiones, sus pasos disonantes, sus noches de esplendor y sus valles de humanas miserias, todo es el pasado.
Puerto Rico es la tierra más boxística del mundo, ha dado cuarenta y seis campeones mundiales. Macho pertenece a la élite, con Gómez, con Trinidad, con Ortiz, con Benítez. Lo lanza la vida, lo recoge la historia. Una vez le dijo a un periodista “El más grande de mis sueños es morir en mis propios brazos”. Su inmodestia era colosal, no tenía conciencia terrenal, y siempre le perdonamos todo porque él no era un filósofo, era un loco elaborado, un Dalí con guantes de boxeo. Si hubiera sido futbolista habría jugado en el Barcelona. Su única medida era lo más grande y disparado.
Los seres humanos entierran a sus muertos. Los que somos del boxeo hoy tendemos un manto de no olvido y enjugamos el llanto por el Macho que dijo adiós.
Por Lamazon
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