jueves, 28 de febrero de 2013

HOPKINS A LOS 48 BUSCA OTRO TÍTULO



                                                
El próximo día 9 de marzo Bernard Hopkins peleará por el campeonato mundial de peso semicompleto. Desafía al actual campeón que es Tavoris Cloud, de Florida, 17 años menor. Hopkins tendrá ese día 48 años, un mes y 22 días. Una edad que algunos consideran más adecuada para ver televisión con bata y con pantuflas, que para rajarse el alma sobre un ring de boxeo. En 130 años de historia nadie lo ha intentando siendo tan viejo. Si Bernard lo consigue será el primero y el segundo en la lista de los más vetustos en coronarse campeones, porque actualmente ya es el primero. El 21 de mayo de 2011, a los 46 años, 4 meses y seis días, derrotó a Jean Pascal a domicilio, en Montreal, Canadá, y se hizo con este mismo cinturón que quiere repetir porque meses más tarde lo perdió contra Chad Dawson.

   Hopkins dejó atrás en esta inaudita carrera de resistencia a George Foreman, a Archie Moore, a Verno Phillips, a Evander Holyfield, a Roberto Durán, a Jersey Joe Walcott y a Corrie Sanders que son los venerables ancianos que inscribieron sus nombres en esta lista derebelde senectud.

   El 29 de septiembre de 2001 Bernard Hopkins destruyó a golpes a Félix Trinidad en una dramática pelea celebrada en el Madison Square Garden. Algunos de los que vimos el combate al que Bernard había llegado siendo el no favorito absoluto, frente a un rival diez años menor, sabíamos lo que podía pasar y confirmamos tras los hechos que su pasado había tenido mucho que ver con el resultado.

   Hay que ver de qué crueles penurias estuvo sembrado su camino, para comprender porqué este hombre podría caminar al patíbulo silbando una canción.

 


   Recuerdo que pocas semanas antes de su cita con Trinidad, que era por mucho la pelea más importante de su vida, lo encontré en Miami y en una larga plática me dijo cosas que aún tiemblo al evocar. “Hablaré en el ring. No la pelea, toda la vida para mí es un enorme rencor contra todo y contra todos. Yo sé odiar y no lo escondo. Las señoritas y los señoritos que dicen que eso no está bien no han pasado por el infierno, y yo ahí vivía en una suite. Soy un tipo peligroso. Me dedico a destruir hombres y a hacer añicos sus sueños. Debe haber un  tiempo para ser humilde en la vida de muchos, pero yo no sé de qué se trata, a mí no me ha tocado. El boxeo es una guerra para sobrevivir. El boxeo es un asunto muy serio y no estoy hablando en broma. Pienso violentamente. Jamás he lloriqueado al réferi ni digo, como he oído a muchos, ‘señor, Hopkins me está lastimando’. El ring no es un templo, y el que no quiera contusiones que se vaya a jugar al golf”.

   Hopkins creció en las calles de Filadelfia en sus horas menos apacibles. Fue uno de ocho hermanos, hijos de Bernard padre y de su esposa Shirley. “Siempre tuve cualidades para lider –dice–, ya en quinto o sexto grado cualquier chico que tenía problemas con otro chico recurría a mí en busca de protección, y mi trabajo no era gratis, por supuesto. Cobraba un sándwich o unas bananas, pero siempre cobraba algo. Las muchachas golpeadas por sus novios recurrían a mis servicios, y yo les cobraba realmente poco por despedazar a sus galanes. Me daba placer lastimarlos el doble de lo que me habían pedido. Pero la verdad es que era muy ignorante, era un gamberro, un criminal”.

   Leí tiempo después una entrevista que le hizo Tom Hauser (el mismo que escribió la famosa novela-película ‘Missing’), que agrega conceptos a lo que yo sabía y registré de lo que el propio Hopkins me contó en Miami. Es indudable que su historia no tiene desperdicio, y que él sabe contarla, por lo que vamos a dejar que continúe.

   “La mayoría de la gente con la que traté en mi adolescencia eran bestias de la calle, pero yo siempre era más fuerte que cualquiera. Todo lo que tuve lo robé, pero nunca a una mujer y nunca usé armas. Mi arma era la intimidación. Veía colgada del cuello de alguien una cadena de oro que me gustaba, entonces me acercaba ‘Hermosa cadenita… ¿la puedo ver?… déjame ver tu linda cadenita… ¡dame la maldita cadena ahora!… ¡ahora!’  Llegué a tener mi reputación. Recuerdo casos en que me acercaba a alguien y me entregaba sus cadenas o el reloj antes de pedírselos. No me pregunte si alguien alguna vez se resistió. La respuesta es ¡no!”

   “A mi madre le mentía. Cuando llegaba a casa con cosas nuevas robadas, y eso era todos los días, le decía que me las había prestado un amigo. Ella se preocupaba y me decía que algún día terminaría en la cárcel. Mis maestros pronosticaban que no viviría hasta los 18 años, y yo les creía. De hecho a los 14 alguien me enterró un picahielo cerca del corazón… no se lo reprocho, porque le había hecho algo muy malo que ni me atrevo a contar… pero le he hecho tanto mal a tanta gente que no me conmueve recordarlo. Mi cuerpo y sobre todo mis manos están llenos de marcas de mordidas recibidas en miles de peleas callejeras”.

   A los 17 años Hopkins fue sentenciado a prisión con una larga lista de cargos que prometían un encierro de 18 años. “No culpo al juez –dice ahora–, yo había sido detenido treinta y dos veces en dos años… ¡qué otra cosa podían hacer conmigo!… es más, encerrándome me salvaron del campo santo”.

   Por cincuenta y seis meses, desde 1984 hasta 1989, Hopkins fue uno de los tres mil reos habitantes de la penitenciaría del estado de Pensilvania. “En prisión los tiburones acechan esperando la mínima señal de debilidad que muestres, desde el momento mismo que llegas. Te bajan de un autobús azul y sientes que tiemblas desde el cuello hasta los tobillos. El miedo es tanto que no puedes estirar las piernas lo suficiente como para no caminar agachado. Ves en los ojos de los internos que te miran burlones y anticipas lo que te espera, para ellos tú eres carne fresca. Me dieron el número Y4145. Jamás olvidaré ese maldito número”.

   “Vi en la cárcel tal inmundicia humana que llegué a estar seguro de que yo era un hombre bondadoso. Estaba rodeado de asesinos, violadores, corruptores de menores, cabezas rapadas, mafiosos y cosas aun peores. Recuerdo que me bañaba con los calzones puestos porque por más grande que fuera nada se podía hacer cuando te asaltaban cinco o seis a un mismo tiempo.”

   No mucho después de su encarcelamiento, su hermano Michael fue asesinado a balazos en una pelea callejera. “Yo estaba en el teléfono –recuerda–, en la cárcel tú llamas por cobrar y tienes diez minutos para hablar… estaba hablando con mi madre y noté que algo andaba mal. ¿Qué sucede?, le pregunté. Entonces ella le pasó el teléfono a mi hermana Bernardette y ella se lo pasó a mi otra hermana Marcy, y finalmente era mi madre la que volvía al aparato a decir lo que nadie se animaba: ‘Michael fue baleado anoche, está muerto’… y en ese momento el camarada que estaba detrás de mí en la línea me decía ‘Come on, man, your time is over…”

   Dice: “No culpo a nadie más que a mí mismo por haberme puesto y haber puesto a mi familia en aquella situación. Sólo mi madre fue a visitarme sin fallar jamás, dos veces por semana, y se expuso a la indignidad de que manosearan su cuerpo con las revisiones, todas las veces. Mi novia me dejó. Mis amigos no podían aceptar llamadas por cobrar”.

   El hoy renovado aspirante a un campeonato del mundo acepta que el boxeo jugó un papel decisivo en su rehabilitación. La penitenciaría donde estaba recluido era una de seis que compitieron en un torneo de boxeo, en el que Bernard ganó todas las peleas y fue el campeón nacional de peso medio en el campeonato de presos. “El boxeo fue mi mejor terapia –recuerda–, creo que sólo así pude mantener mi sanidad mental. En la cárcel me decían que estaba ‘punch-drunk’ y que estaba loco. Pero yo corría y corría en la pista de entrenamiento sin parar por horas. Me decía para adentro ‘Algún día saldré de aquí… algún día seré campeón’.”

   Hopkins dejó la prisión en 1989. Libertad bajo palabra. “Desde entonces ni siquiera he escupido en el suelo.”

   “Salir es tan duro como entrar… casi todos mis amigos de juventud habían muerto, y los que sobrevivían eran traficantes o cosas peores. Hay que trabajar mucho la cabeza para aceptar que ya no eres bueno para votar pero sí eres bueno para pagar impuestos. Algunos hábitos de adentro se quedan con uno… un día alguien gritó ‘Bernard, ya no estás preso, ¿por qué cubres tu plato con tu mano izquierda mientras comes?’”

  Tras la cárcel se hizo formalmente boxeador. Han pasado 62 peleas, de las cuales ganó 52. En aquel encuentro de la sorpresiva victoria sobre Félix Trinidad ganó 2 750 000 dólares. Antes y después estuvo en veintisiete peleas de título mundial con salarios que variaron entre 6 y 11 millones de dólares en cada una.

   Sin siquiera escupir en el piso.

   A pesar de realidades como la de Bernard Hopkins, tan frecuentes, algunas personas no comprenden el porqué del boxeo.

   La vida da vueltas.


 
Texto de   Eduardo Lamazón

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