jueves, 4 de agosto de 2011

Los invencibles de hoy perderán mañana...


“La propia felicidad es menester pagarla. Es el destino de los hombres que lo tuvieron todo. El multimillonario Rockefeller sólo digiere leche de mujer. Morgan, eternamente insomne, duerme una hora en ocho días. El rey de la carne en conserva tiene una hija idiota. El presidente del trust de la madera tiene un hijo en la cárcel de Sing-Sing. Hay que expiar de algún modo la propia grandeza”. Pitigrilli (escritor italiano).
Una tarde de abril de 1991 Sugar Ray Leonard decidió su confesión. Llamó a la prensa para decir algo menos emparentado con el deporte que las cosas del pasado. Con rostro de resignación y vergüenza anunció que él también es alguien que escapó de las drogas. Naturalmente después de haber conocido el infierno de haber vivido de rodillas.
No había mediado evidencia pública alguna, sino, simple y brutalmente cierto, su conciencia había sido a la vez testigo, fiscal y juez. Al menos tuvo la franqueza de confesarlo. Le importó más aliviar la carga de aflicción que continuar fingiendo lo que no era. Tomó de dos caminos el más difícil. Innegablemente era más fácil ocultar lo ominoso de su pasado si al fin y al cabo nadie le había pedido cuentas.
A un boxeador no se le puede pedir una aguzada reflexión. Sólo se le debe pedir que haga correctamente lo que sabe hacer bien. Leonard supo boxear como poquísimos habitantes del planeta.


Y ahora, sin que su error merezca aquí ninguna aprobación, demostró que sabe también enmendarse. Para muchos, para la mayoría, dejó de ser un paradigma. Y quizá está bien que así sea. Pero la no confesión hubiera significado para él hacer de su vida una vida sin destino a una edad en que es una obligación saber lo que se persigue.

Conmovedoramente arrancó su corazón del pecho y lo expuso a la condena o a la piedad de todos. Dioses pequeños de carne y huesos, nosotros, inflexibles para juzgar a los demás, con menos valor que el de su confesión, es posible que nunca le quitemos la mancha de la frente.
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Curioso enigma el de los hombres exitosos. Los vemos cuando están arriba y casi juramos que nunca su suerte puede menguar. Lo tienen todo y en exceso. La voz del triunfo es un grito ensordecedor. La embriaguez del suceso todo lo abraza. No importa demasiado que la realidad esté acechando amenazante con la frialdad de un témpano. Ni importa que pueda repetirse lo tantas veces repetido. La victoria no debería dar inmunidad a los altaneros, porque los invencibles de hoy perderán mañana, inexorablemente, que es lo mismo que decir que los invencibles no existen.
La confesión de Leonard llegó en un momento en que está dolorosamente cuestionada la vinculación de los deportistas con la cocaína. Pienso en Maradona y pienso en Bjorn Borg.
Y en otros con nombres menos impactantes pero con las mismas angustias, con la misma necesidad imposible de encontrarle al boxeo, al futbol, al tenis, el gusto que le encontraban antes. Cuando no tenían ni abultadas cuentas bancarias ni caprichos al por mayor.
Estos muchachos padecieron un día la lacerante humillación de la pobreza, y hoy padecen una estúpida esclavitud de la riqueza. La riqueza que les llegó rápida y mucha. Lo rápido no se puede aprovechar y lo mucho no se puede digerir.
Una macabra obstinación hace al hombre común pedirles cuentas siempre-siempre-siempre. ¿Por qué? ¿Por qué esperar tanto de cada uno de ellos?
Mike Tyson fue criado en la calle o en correccionales de menores. Pero un día se produjo el milagro y fue campeón, y a los 22 años de edad había ganado 100 millones de dólares. ¡Cien millones de dólares! Y del mundo desaparecieron para él todas las puertas. Nada extraño debe haber en que se les mueva un poco el piso y la vida diaria tenga otro sabor.
No reclamemos para ellos licencias de drogas, no. Reclamemos algo más sencillo y olvidado, un poco de piedad y comprensión. No sirve para mucho el deporte cuando alcanza estos excesos. Ganar es una consigna universal, a cualquier cosa que sea. Hay, empero, sólo una virtud, aunque cada vez parezca más escasa, capaz de convertir a un hombre en un vencedor, si es que la justicia no se ha desvanecido: la del talento. Y unos cuantos de los talentosos de hoy en día han caído, fatalmente, en los brazos de la engañosa deidad de la gloria.
Artículo publicado en el diario ESTO de la Ciudad de México

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