lunes, 11 de julio de 2011

EL MIEDO EN EL BOXEO

 Francisco Menéndez Campa



Si algo no ha variado en el boxeo, por estar intrínsecamente ligado a él, es el miedo. Miedo a ser dañado, a dañar, al ridículo, a las responsabilidades, miedo al miedo. Los astrónomos llamaron Fobos (miedo) a la luna satélite de Marte (Dios de la guerra). El miedo se palpa, se huele. “Siempre tengo miedo -dice Lou Duva- porqué se lo que piensan en la otra esquina... piensan lo mismo que yo”.
Al púgil se le presupone, como al soldado, valor.
El valor no es un acto de inteligencia, simplemente es un sentimiento. Los últimos 400.000 años de evolución han dotado al hombre de un cerebro con la capacidad de anticipar, prever... El homo sapiens es el hombre que sabe... sabe también que puede morir. Debajo de ese sustrato cerebral habita el arcaico cerebro del lagarto (ataca-defiende-huye). El púgil, en los días previos a la pelea, lucha entre lo que le dicta la la inteligencia (no vayas, no sufras) y el deber de la pelea. Los síntomas de esa lucha, el novel los metaboliza como miedo, el experimentado como una predisposición y anticipación al esfuerzo supremo que va a realizar. Una vez en el ring, la lucha contra uno mismo acaba, y comienza la lucha contra el rival.
¿Pero, a que teme el boxeador?

Estoy asustado. Tengo miedo a que Schmeling me mate esta noche“.
Fue la confesión que hizo Louis a un íntimo amigo, en los vestuarios, en las horas previas a su revancha con el alemán. El Yankee Stadium estaba abarrotado, la responsabilidad de representar una raza y una nación, en un ambiente prebélico se hacía insoportable. Eso aparte de la presión que supone volver a vértelas con un hombre que te tuvo a su merced.
Luego, con solo 124 segundos de pelea, un tremendo hook de izquierda y una derecha por encima del guante de Schmeling (la misma mano que le había metido el alemán de forma letal en el primer encuentro), dan paso al grito de dolor y miedo del bávaro, al sentir la lesión de dos vértebras. Un grito escuchado en directo, por la radio, para toda Alemania. Un Schmeling que busca desesperado el apoyo de las cuerdas, y que el árbitro le quite a Louis de encima. Curiosa escena, pensar que la madre de Louis quería que su hijo tocara el violín, un Louis que veía en el boxeo la única manera de levantarle la mano a un blanco sin ser linchado. La cara de jugador de póker autista de Louis no denotaba el fuego interno.
Es necesario un talento especial para, en medio de todo el caos de la pelea, colocar tales golpes.
¿Talento, señor? -dice con media sonrisa-. ¡Oh!, no señor, no hace falta talento para triunfar en el boxeo. Basta con tener 6 hijos a los que alimentar, señor”.
El que así se explica es Joe Jersey Walcott. Recién llegado de Barbados, Arnold Cream (ese es su nombre), ingresa en el departamento de limpieza de Candem, Nueva Jersey. Como de barrendero no es capaz de sacar a su familia adelante, prueba en el boxeo. Su mánager, Bocchichio, ex-convicto, no parece lo más apropiado para el carácter pausado de “old man River”.
En 1935 será sparring de Louis, en su primera cita con Schmeling. Atontado por un golpe de Walcott, Louis toca la lona... 35 $ en mano y la puerta. Lo volvería a repetir por 2 veces en 1947, para perder por puntos. Una segunda pelea fue necesaria, ganando Louis por Ko en el 11.
Víctima de infortunios varios, buscará cobijo en su Biblia Metodista (como Zale, católico practicante, Fulmer, estricto mormón o Alí con los Musulmanes Negros, como Holyfield, como muchos otros). Aún siendo un púgil de renombre, no salía nunca del hotel ni para comer, en ciudades donde peleaba, por miedo a que allí maltrataran a los negros.
Haciendo un paréntesis, el empleo de la Religión para superar lo insuperable, para lograr un punto de gravedad permanente (o un autoengaño, si se quiere) es algo repetido. Incluso en auténticas sectas como los Judíos Negros (James Toney se convirtió tras dejar su pasado de camello crackero, Jab Judah lo es), tremendamente racista. Su credo es que Dios, Mahoma, Buda, incluso Julio César eran negros, el mismo Cristo era negro “por eso lo lincharon”.
Volviendo a Walcott, con 37 años (aunque ni él mismo sabía su fecha de nacimiento, se rumoreaba que en realidad tenía 42) gana el título ante un Ezzard Charles que le había vencido con anterioridad.
Las apuestas estaban 6 a 1 a favor de Charles. Cuando Charles se derrumba, contra toda lógica, en el 7°, víctima de un gancho de izquierda, limpio y cristalino, la persistencia y el profesionalismo de Walcott son por fin premiadas.
Será recibido como un héroe, por 100.000 habitantes de Candem, paseándose con una limusina descapotable... por unas calles que anteriormente limpiaba.
Es el claro ejemplo de que cuando no tienes nada, no tienes tampoco nada que perder. El miedo a perder se disipa. Un gran padre de familia (curiosamente se dedicó a trabajar en una fábrica de sopa), un púgil más que estimable (magníficos desplazamientos en la zona de cuerdas, oportunidad de golpe, etc.) y un hombre tremendamente honesto.

Ese de ahí afuera, Cholo, te lo aviso. Ese de ahí afuera te lo va a quitar todo. Tu carro, tu casa, tu mina... hasta la comida de la boca de tu vieja se va llevar”. Es la arenga que Amilcar Dursa solía contar a Carlos Monzón. La reacción del Rey Carlos ante la posibilidad de perderlo todo, transformaba la impasividad de Monzón en ira, y luego en odio. Conseguir que Monzón no sólo espere a la contra (el que vive esperando, muere esperando).
Odio y calculo, aprende a odiar. Odia inteligentemente. El odio es un sentimiento puro, como el miedo. Y puede llegar a superarlo.
Monzón aplicó en su boxeo las lecciones que aprendió en la calle, en el barrio, de donde siempre quiso salir. El que perdona lo paga, el que no nace para matar, nace para morir, ante la falta de leyes, se recurre a la Ley de la Selva. Cualquier cosa antes de volver al barrio. Como cualquier hijo de la calle, Monzón gozaba con los buenos trajes, con las tremendas hembras, con los carros lujosos. Como cualquier hijo de vecino, quería las cosas buenas que la vida puede dar. Y sabía que la crueldad máxima de la vida no es lo que no te da, sino lo que te quita.
Es legendaria la capacidad de Monzón de mantener “maduro” al rival asalto tras asalto, en un juego de gato y ratón, para que no hubiese revancha, para dejar las cosas claras, para transmitir miedo. Ahorita la ceja, ahorita la nariz, un par de costillas tocadas...
Esta conducta no es corriente, el ring es una zona de riesgo y cuanto primero se salga mucho mejor. Tipos como Hagler, Chávez, Tyson rematan la faena en cuanto sienten al rival tocado. Alí, Leonard, en cambio, la han utilizado para dar espectáculo.
La cara tumefacta del cubano Mantequilla Nápoles, martillada constantemente por Monzón, a pesar de la magnífica cintura y roading del rival, fue recogida por el comentario de un periodista “no le quedaron ojos para llorar la derrota”. Monzón, acabada su pelea con el colombiano Valdés, se enzarzó en tal bronca, que la prensa lo definió como ”una mezcla de doberman y chimpancé”.
Bouttier peleó 2 veces con él, en Colombes y Roland Garros. Su comentario posterior ayuda a perfilar al argentino: “La primera vez que peleé con Monzón, recibí una cuenta en el 6°, y por orgullo reaccioné violentamente y literalmente me arrojé contra él. Eso le fastidió, pues quería una pelea fría y en su distancia. En el 11 ° sucedió lo mismo, pero no tuve fuelle para seguir con el pressing. Todo acabó en el trece. Pedí una segunda oportunidad. La segunda quería ganar, para justificar mi estatus internacional, la confianza en mi depositada. Tenía que atacar, atacar sin respiro. Me había entrenado muy a fondo en la propiedad que me brindó Alain Delon. Cuando cruzamos la mirada en el ring, Monzón bajó la vista y así la mantuvo durante la pelea. Puede que para fijar un punto equidistante en mi pecho, pero creo que estaba preocupado en realidad. Durante las 2/3 partes de la pelea yo imponía el combate que Monzón no quería, sin recibir golpes netos. En el 11, iba por delante en las cartulinas. En el 12, encaje un upper al hígado que me dejó sin aire y sin piernas. El público no se dió cuenta, pero Monzón si. Dió medio paso atrás y entonces, me clavo los ojos. Fue ½ segundo quizás, pero me quedé helado. Sufrí dos caídas y en el sprint final, Monzón me dobló”.
El excelente control del esfuerzo, el equilibrio estático con movimientos de busto, la lucidez, la impasivilidad, la concentración, la confianza en si mismo, el orgullo y la capacidad de improvisación en función de las circunstancias... Todo eso y mucho más adornaban a Monzón.
Curiosamente la primera vez que pisó un gimnasio, el preparador le dijo que era demasiado flaco, que esperara unos años. El combate con la báscula sería, en su carrera pro, una constante. Sus 1,84 de altura, sus 1,91 de envergadura le ponían al límite de los 72.5 Kg de la categoría. Eso y una lesión de tabique le obligaba a imprimir un ritmo raro en sus peleas, con cambios de ritmo constantes. Su guardia abierta y baja era una invitación al rival a entrar, muchas veces hacia una derecha escondida, corta y por dentro. Sus desplazamientos eran sobrios, y su defensa se basaba en una izquierda percutante de control, ½ pasos de retirada y neutralizaciones para evitar el corto, y salir pegando.
El entrenamiento de Monzón era muy peculiar, odiaba correr, en cambio era capaz de hacer innumerables asaltos de sparring, así como agotadoras series de abdominales. Sólo empleaba un saco, una especie de pera de maíz con un largo cordón que le imprimía mucha movilidad.
Sigue Bouttier: “Yo había preparado el encadenamiento de entrar con crochet de izquierda, para romper su recto de derecha (la contra preferida de Monzón) y seguir con un cruzado de derecha para equilibrarme y aprovechar si ponía su cara ahí, series rápidas a dos manos y salidas de distancia con izquierdas bien cargadas. Todo funcionaba o así lo creía. Monzón basculaba medio cuerpo fuera de las cuerdas (lo que no está permitido), haciéndome que me abriera para encontrarlo. Cuando vió el hueco, metió su mano por dentro, de abajo a arriba”. Si fue premeditado o simplemente fortuito, no lo sabremos.
Respecto a la calidad del palmarés de Monzón, sus detractores alegan que siempre peleó fuera de USA, con rivales que venían de pesos inferiores (Nápoles), o muy filtrados (Griffith) o europeos que de países con poca tradición (Bong, Benvenuti). La pelea con Licata en Nueva York tampoco era para tirar voladores. Pero son 14 defensas. Cuando por primera vez gana a Benvenuti, lo hace en Roma por la vía rápida, la segunda vez se irá a Montecarlo. Los vínculos de Argentina y París siempre han sido una tradición en el mundo del boxeo. Monzón peleará con Bouttier y Tonna en su propio feudo. La astucia de Monzón para elegir el momento queda patente en su negativa a pelear con Hagler y salir de su retiro, sabía que el “con quien quieras, como quieras, donde quieras“ es la mejor forma de perder.
Esa astucia por el momento justo, en el sitio adecuado quizás la educó en su pueblo natal, en las calles y en la miseria. Lo cierto es que pocos como él dominaron la contra de esa manera. Una derecha recta por dentro (para que no se me vengan encima), corta (pues parte después del ataque del rival), deberían explicarla hasta en las escuelas.
Impresiona verle meter esa derecha, e inmediatamente retirarse hacia atrás, mientras el rival cae (como si la gravedad aumentara 100 veces), irse al rincón neutral, como el que cierra una habitación donde yace un cadáver, anticipar calladamente la cuenta y, sin inmutarse, prepararse al gran, al tremendo, al jodido estrépito final.
Monzón era un hombre difícil de conmover. Ni dió ni pidió perdón. El que sobrevivió a 14 defensas del título no pudo sobrevivir a si mismo.
Su caída a los infiernos tocó fondo con la muerte de su mujer, cuando ambos cayeron por una ventana, bajo los efectos de la cocaína. En el juicio, se intentó probar que la había estrangulado antes de caer. Al exhumar el cadáver, comprobaron estupefactos que le habían seccionado el cuello, haciéndolo desaparecer como prueba.
Prefiero juzgar al boxeador que a la persona.
Al final de su vida, volvió al Barrio, que se lo perdonó todo, rindiéndole un homenaje póstumo que sólo los argentinos saben dar a sus idolos.
Al boxeador, como al soldado de élite, hay que romperlo por dentro y volverlo hacer. Lo que luego ocurre con su vida es incierto. El ring capacita para muchas cosas. Don Jordan, olímpico en Helsinki, y campeón de los Welter confesó a Peter Heller (In the corner. 1972), que mató, en Santo Domingo a más de 30 personas, con dardos envenenados disparados al cuello. Alguien dijo que si Dios fuese misericordioso, Jordan debería haber muerto en el ring, para evitar tanto dolor.

Me bloqueé. No pude moverme. Ví como Liston cargaba su upper derecho. Me golpeó con una fuerza infinita. Los demás golpes sobraron. Recogí mis cosas del vestuario y salí el último, con mi barba postiza de siempre. No me fuí a mi casa. Solo quería esconderme. Comprendí que era un cobarde”.
“Freud Floyd”. Así llegó a llamar la prensa al, probablemente, boxeador con la más compleja psicología, que aunó todos los miedos que se pueden dar en un ring.
Fue un muchacho taciturno, solitario, que sólo destacaba en los deportes. Dos hermanos boxeadores que lo llevaron al gimnasio y le propinaron las primeras palizas.
Guante de Oro, oro en Helsinki en medios (ganando al rumano Vasile Tita cuando en el credo popular americano, los soviéticos eran bestias sedientas de sangre, con nieve en los zapatos), pasó por las manos de Cus d´Amato (otro gran preparador de psicología compleja). Todo esto esta magníficamente explicado en “El Rey del Mundo“, recientemente publicado en español.
Su estilo es un ejemplo de que se pelea como se es. Gran defensa (peek a boo, guardia francesa defensiva, molinetes con las manos, cintura, todo junto con ataques curvos de gran amplitud, sobre todo con un bolo punch llamado el golpe del canguro). Una categoría que no era la suya, y a pesar de ello, gracias un sacrificio enorme en los entrenamientos, un púgil muy estimable, sobre todo en velocidad.
Las peleas contra Johansson tiene cosas curiosas. Como la extrañeza para el mundo del boxeo de América que conviviera en los entrenamientos con una mujer (tremenda morena Birgit Lundgren), siendo común el que al púgil no debe mezclar el sexo con la pelea, probablemente no por una bajada de testosterona, sino como motivación para golpear más duro al rival (alguien debe pagar mi sacrificio). La fama de play boy acompañó al sueco que encima había tenido una decepcionante participación en las olimpiadas, un púgil de una sola mano (si te conseguía cruzar la derecha te apellidabas... Cadáver). Los americanos, muy dados a los bautizos, llamaron a su derecha ”Ingo (Ingemar) bingo”. Lo cierto es que salvo esa cualidad , el sueco era un púgil del montón con la salvedad de haber ganado a Cooper. Las apuestas están 4-1 a favor de Patterson, incluído el dinero de sus amigos y entrenadores.
Las 7 caídas de Patterson son de leyenda (“sólo recuerdo que cuando el árbitro Goldstein me contaba en la cuarta caída, no podía apartar la vista de John Wayne, que estaba en el Ringside”). Probablemente estuviera sobre-entrenado. Por primera vez usará una peluca y barba postiza para pasar desapercibido. La humillación, su sobreestimado sentido de la responsabilidad, el tremendo castigo (amaneció con la almohada cubierta de sangre, debido a la perforación de un oido). Perdió el combate y perdió la poca fe en si mismo que tenia.
Pero ahí esta la grandeza de Floyd Patterson. Comienza a entrenar de nuevo. Focaliza todo el miedo y la frustración sobre la revancha, con una higiene de vida draconiana. “Cuantos más placeres te de la vida, más miedo le tendrás a la muerte”, decía su entrenador. El miedo forma parte del instinto de conservación, nos mantiene alerta, sin él no se puede sobrevivir.
Independientemente de las caracteristicas de cada púgil que llega arriba solo hay una tónica comun, el entrenamiento por encima de todo.
La revancha será en el Polo Ground de de NY, en 1960. Por primera vez siente rabia ante los comentarios despectivos del sueco. Dos ganchos y el sueco besa la lona en el 5°. Patterson aplica un durísimo golpe proyectando todo su peso, casi en salto, con su estilo adaptado a una categoría que le viene grande. El sueco cae definitivamente, sangrando por la boca, con espasmos en la pierna izquierda (síntoma de daño cerebral en el lóbulo derecho).
Floyd mira al público y por primera vez sonríe. Luego, y aquí demuestra la grandeza de este hombre, se fija en el temblor de la pierna, se zafa de los abrazos y corre hacia el cuerpo del sueco, le levanta la cabeza, le da un beso y promete concederle otra pelea.
La tercera y ultima, en Miami, será un toma y daca de múltiples caídas por ambas partes. Una pelea de una tremenda ferocidad.
Es el fin para el sueco, que se retirará para ejercer de hombre de negocios (quizás comercializó su agenda secreta). Para Patterson es la redención.
Esa conducta es propia de él, la de preocuparse por sus contrarios. Ante Miezala, le recogió el bocado en vez de acabar con él, ante Huracán Jackson se pasó la pelea rogando al árbitro que la parara, o el modo como se inclinó sobre Brian London para ver su estado.
Sentía pavor ante la posibilidad de hacer daño serio a sus rivales, quizás porque conocía el sabor del dolor, el miedo y la vergüenza de la derrota en su propia carne.
Dejemos a Floyd y vayamos al otro protagonista: “Sonny“ Charles Liston.
Como Walcott, no tenía clara su edad “mis padres gravaban las fechas de nacimiento (tuvo 24 hermanos y hermanastros) en un árbol, y al final lo cortaron para hacer leña”.
De como pegaba, sólo decir que acabó con Cleveland Williams en tres asaltos. De la pobreza en la granja pasa a la delincuencia en San Louis, y de allí a la cárcel. El cura de la cárcel, Charles Stephens, lo introduce en el boxeo dentro de la propia prisión. Al salir compagina el boxeo con trabajos de cobro de deudas para la mafia. Cuando llega la pela con Patterson, ya lleva un rastro de sangre de 33 peleas ganadas, con una sola derrota ante Marty Marshall, ya desquitada. Una carrera criminal dentro y fuera del ring.
Estamos bajo el mandato de John Kennedy y de la lucha de su hermano Bob contra el crimen, también dentro del boxeo. En una audiencia con el presidente, éste le pide a Patterson que gane a Liston, como prueba de los nuevos aires que corren, como ejemplo de la nueva clase media negra, que Patersson representa como buen padre de familia y deportista entregado, frente al lumpen de color que representa Liston.
Patterson responde con monosílabos, y en su interior el peso de la responsabilidad del mandato del presidente lo hunde aún más.
Liston es un tipo indeseable para la prensa y para el público. Ahí va una anécdota: Liebling era una eminencia en el periodismo boxistico, y criticaba a Liston constantemente. Liston convino con él una comida para demostrarle que estaba equivocado, que había facetas que el periodista desconocía de su lado humano. Liston vino con su segundo, Joe Pollino. Sentados los tres, Liston sacó a relucir una deuda de dos dólares que le debía Pollino. Este lo negó, incluso insultó a Liston. Liston se levantó, y propino un puñetazo a su segundo en la cara, que cayó con estrépito. Al incorporarse, Pollino escupió en la mesa lo que parecía una lluvia de dientes. No contento con esto, Liston desenfundó un revólver y apuntó a Pollino y disparó, cruzando a la vez en dirección al periodista, que casi sufre un infarto. En realidad, las balas eran de fogueo, y los dientes, alubias pintadas.
El bueno de Sonny desarrollándose como persona.
Políticamente, Liston no era demócrata precisamente. Sus contactos con la mafia le permitieron tener información sobre la vida amorosa de John Kennedy, al que despectivamente llamaba “Johnny Dos Minutos”, por la poca “autonomía amorosa” del presidente, del que le gustaba comentar “lo mejor de él es su pelo. Esa mata de pelo, que parece el coño de una monja”. Las visitas típicas a los colegios, en busca de mejorar su imagen tampoco eran su fuerte. En una ocasión, ante la negativa de firmar un autógrafo si el padre pagaba un dólar, se saldó con “Mire amigo, por un dólar, un autógrafo. Me da cinco dólares, y le escribo un cuento”. Durante los 60 Liston fue el real y auténtico “hombre del saco” del boxeo en América.
La pelea se escenificó en Chicago. El primero en subir es Liston, ataviado con su batín, encapuchado, no parece una estampita de “El Niño en el Pesebre”. Su rostro emana la misma humanidad que un manojo de piedras mojadas. Patterson subió al ring en una situación de ataque de pánico, con un equipaje emocional, compuesto por la superposición de todos los miedos posibles: el mandato del presidente, la presión del público y los medios, su familia y por último su rival.
En el primer minuto del comienzo, se ve a un Patterson sin su mejor arma, la velocidad, enviando tímidos aguijonazos al “Oso taciturno”. Como la serpiente que olfatea a la presa aterrada, Liston pasa a la acción. Sonny era famoso porque pegaba con la fuerza de dos veces la coz de una mula.
Entonces, un Liston sin piedad, carga desde atrás su mano derecha y dispara un aniquilador upper ante un Patterson colocado incomprensiblemente en distancia corta.
Un Patterson clavado al suelo como un rosal, anonadado como una monja boba, parado como un retrato, inmóvil como una momia arábiga. Un púgil de color convertido en un blanco perfecto.
“Demoliciones Liston S.A., siempre dispuesto a abrir una ventana en el cuerpo del cliente” a balón parado, como un penalti de la UEFA, “Dios Santo, me va a costar desenterrar la mano”. ”Es cierto, de veras que si, Patterson es de queso, como la luna”.
Los demás golpes sobraron, efectivamente. El fin del combate fue el comienzo de una nueva humillación para Patersson.
Con el equipo de maquillaje teatral que siempre llevaba en su bolsa se fabricó otra identidad, y Patterson abandonó el recinto confundido entre el público.
No puedo ocultar mi respeto por un hombre que a pesar de todas sus fobias, de todos los handicaps (militar en un categoría muy superior a la suya) lleva a cabo una buena carrera, se retira, ejerce de entrenador, adopta a niños (su hijo, también gran boxeador, Tracey), trabaja de comisionado (hasta su problema con el Alzheimer), y demuestra que campeón se es cierto tiempo, lo importante es ser una gran persona toda la vida. Sobreponerse a todo eso es una prueba de valor absoluto.
La vida, en cambio, ajustó las cuentas con Liston.
No pienso pelear con Steve Collins. Tengo miedo a matarlo”. Chris Eubank, después de la tragedia de Watson (con el añadido de la muerte de un obrero cuando iba camino del aeropuerto), hablaba así de la posibilidad de una pelea con el irlandés, que empleaba sesiones de hipnosis y desensibilizaciones para pelear con el descarnado estilo que le caracteriza.
El miedo a hacer daño irreparable. Simon “La Bestia“ Brown rezaba porque no le pasara ninguna desgracia a él ni al rival (el hecho de lograr una mejor bolsa para su amigo y contendiente Maurice ”Huesos” Bloker lo honra).
Tyson, en un acto de misericordia impropio en él, intentará noquear a su compañero en la etapa amateur Tyrrell Bigss “con un Ko limpio y rápido”, ayudándolo a incorporarse en su esquina tras la pelea. Los púgiles, fuera de la parafernalia de los avantmach y las cuestiones personales, identifican al rival como otro compañero de dura profesión. La nobleza de Lorcy al decirles a los periodistas tras su victoria “sólo soy capaz de pensar en el vestuario de mi rival, donde vosotros nunca iréis” lo atestigua.
En 1949, Marciano tiene su primer gran test, Carmine Vingo, del Bronx, en el Madison. El muchacho cumple 20 años ese día. La brutal paliza que recibirá esa noche, en 6 asaltos, lo hará salir hacia el hospital ya en coma. Marciano, que lo conocía de tiempo atrás, como a su familia, no se separará de su cama, pagando de su bolsillo todos los gastos médicos. La recuperación, larga y parcial, fue un peso en la conciencia de Marciano, que llegó a pensar en la retirada. Robinson, Griffith, Mancini, Ezzard Charles... Todos tuvieron que cargar a sus espaldas con ese rastro de destrucción.
Ha sido un repaso a algunos miedos que sufre el púgil, una máquina de combate físicamente poderosa pero a la vez humanamente frágil. Entender porque Hearns se fue a intercambiar golpes con un Hagler cortado, cual era la percepción del sordomudo Mario D´Agata, que mecanismo misterioso hace que el púgil que está dándole una brutal paliza a su rival se vaya a la esquina preocupadisimo porque ese, completamente roto, no se cae.
Comprender los miedos es comprender el boxeo. Un drama (a veces tragedia) en doce actos... o menos.
Francisco Menéndez Campa

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